Habían pasado algunos días cuando sucedió lo del
terremoto. Caminaba con el sol abrasador de la mitad del mundo, tratando de
encontrar la lógica imperecedera de la necedad. Unos serpenteantes caminos me
llenaban de somnolencia estrambótica como en un laberinto de sombras.
Así es como recuerdo las calles de ese lugar, con
personas que llevaban en sus cabezas los cabestros que no se los quitaban ni
para dormir y que los sometían en lúgubres cuartos hacinados de memorias.
Dora apenas sabía leer y escribir, me recibía con
su sonrisa desdentada y me invitaba a descansar en su banca hecha de bloques de
cartón prensado. Una llama escasa en la esquina le servía para abrigarse de las
madrugadas heladas que contrastaban con los abrasadores días de sol. Tenía unos
cuarenta años, se había cosido con un pedazo de alambre un pequeño cartel en su
falda que decía “No me toques”. Ella
era la que más se acercaba a ese bosquejo de humanidad. Nunca antes la había
visto, pero me parecía haberla conocido desde siempre aunque no lograba
precisar de dónde y cuándo. Ella también salía por ahí con su cabestro a
cuestas, pero extrañamente era la única que no vivía hacinada, tenía su propio
techo construido de botellas de plástico y de escombros y parecía que el resto
le tenía miedo o tal vez les era indiferente.
Unos gemidos a veces se fugaban lentos, leves,
otras veces potentes con el dolor de aquella vorágine que apareció como la
sorpresa de un juego de cualquier mediocre prestidigitador en una tarde precisa
de siesta.
-La sorpresa es un arte de la impotencia- recordaba esta frase dicha por mi abuela materna,
como tratando de justificar la ausencia de poderes para premeditar la acción.
Yo prefería alojarme en sus recuerdos porque así me parecía que la certeza se
hacía carne, lo que me permitía sentir lo vital en medio de la muerte.
Ya no quedaban rastros de vida animal, excepto por
unos cuantos perros y gatos famélicos y unos ligeros brotes de dientes de león
medio marchitos se resistían a morir bajo las piedras.
Una tarde me encontré con unos conocidos -digo esto
porque nunca fueron mis amigos-, pero en atardeceres me los encontraba con
frecuencia en cualquier calle de la ciudad. Bebían bajo la sombra de un frágil
techo de plástico, me miraron sin decirme una palabra, pero me quedé parada
frente a ellos reflejándome en
sus rostros impávidos de ebriedad. Unas moscas zumbaban contrastando con
el sonido de sus gargantas y el olor ya desvanecido de cadáveres. Ellos tampoco
hablaban, silenciosamente se pasaban la botella uno a otro. No lo hacían porque
los cabestros con sus cuerdas invisibles les atravesaba sus bocas, sino porque
así lo habían decidido, para evitar el castigo. Me di cuenta de que estaba haciendo el papel
de espectadora y decidí continuar mi camino.
Yo también escarbaba entre residuos y escombros
algo de comida y pedazos de memoria que pudieran darme una señal. Otras
personas hacían lo mismo, incluso niños y niñas que habían transmutado en
adultos con sonrisa de autómatas.
A pesar de la escasez nadie peleaba, tampoco
hablaban mucho, tan sólo lo necesario para ahorrar la humedad en sus gargantas.
Cuando alguien encontraba un pedazo de restos de comida, las otras personas
respetaban el hallazgo y hasta parecía que aplaudían silenciosamente como que
si eso hubiera sido un hallazgo propio, así como el espejo que nos autoriza a
sonreír cuando nos reconocemos.
Ocho seres fantasmales vestidos con túnicas de
colores brillantes me despertaron, rodeaban mi cuerpo que estaba en el piso de
tierra, me asusté un poco y traté de buscar con la mirada a Dora, pero ella no
estaba, tampoco me encontraba bajo su techo, el lugar parecía una cueva que se
alumbraba escasamente con antorchas. –¿Quiénes
son ustedes?- les pregunté, más la única respuesta que recibí fue un fuerte
olor a incienso que casi me asfixiaba. Sus rostros llevaban máscaras como
aquellas de alguna fiesta tribal. Era imposible reconocer su identidad, no
parecían ni hombres ni mujeres. Pero
empezaron a moverse a mi alrededor como en una especie de danza ritual. Decidí
que lo mejor era estar quieta y esperar. Luego de unos pocos minutos, me
levantaron, me quitaron la ropa y me sumergieron en una inmensa tina de barro
llena de una deliciosa agua tibia, me sentía extrañamente bien. Ellos no
dejaban de dar vueltas a mi alrededor, y poco a poco me fui relajando, con los
ojos cerrados, pensaba que lo mejor era creer que estaba soñando.
Poco a poco el agua se fue enfriando y por la
sensación de frío abrí los ojos, no había nadie, tampoco estaba en la cueva,
sino en el cuarto de Dora, que me decía que ya era hora de despertar.
-Tuve un
sueño, fue tan real- le
dije, pero ella no me hizo caso, se dio la vuelta y se volvió a coser el cartel
en su falda como si fuera un acto necesario, al salir me dijo que debía
acompañarla. Caminamos toda la mañana hasta alejarnos del lugar.
Una loma se abría densa de matorrales que estaban a
punto de morir a causa de la sequía. Para colmo de males tampoco había llovido
en seis meses. Cuando estuvimos en la cima divisamos los restos de poblado que
se veía como un inmenso cementerio de algún holocausto. De su cintura sacó un
pedazo de pan y me compartió. Comimos en ese ceremonial acto de la solidaridad,
sin decir una palabra. Volvimos a caminar y de cuesta abajo para el otro lado
divisamos la marca de lo que había sido un río, avanzamos mojándonos cada vez
más con el impetuoso sudor que nos agobiaba.
Cuando llegamos al sitio donde hubo el río, Dora agarró una vara y
empezó a escarbar. Millones de partículas de piedra pulverizada nos enceguecían
y nos resecaban mucho más nuestra humanidad. Yo también agarré un palo con el
que comencé a escarbar, pero no había rastros de vida. Sentía las ampollas en
mis manos, pero eso no impedía que siguiera escarbando. Ya cansada, Dora me
dijo que debíamos seguir. Nos encontró la noche y acampamos en la tierra seca,
en un espacio duro y desértico hicimos un lecho. Había estrellas. Boca arriba
miramos lo inconmensurable de la soledad humana que piadosa nos permitió
escuchar los gemidos dolorosos de la noche y sus vientos fantasmales. Le
pregunté porque seguía con el cabestro puesto en la cabeza –no hay preguntas válidas- me dijo, y se
sumió en silencio para no despertar jamás.
En una ceremonia simple, coloqué su cuerpo en el
río seco, con el letrero en su falda que decía “no me toques”.
Deambulé con la ofuscación que produce la pérdida
de los lenguajes ancestrales. Como una señal, un ave volaba infinita dueña de
todo el espacio. Así es como supe que ya no habría más sublimación.
Me arrojé a la tibia tierra que me acogió con su
útero perfecto. Cuando desperté unas lanzas líquidas osadas y libres se arrojaron
contra mí cuerpo. La tierra las acogió con placer e inmediatamente comenzó a
humedecerse.