Alexandra Quezada / La señal




Habían pasado algunos días cuando sucedió lo del terremoto. Caminaba con el sol abrasador de la mitad del mundo, tratando de encontrar la lógica imperecedera de la necedad. Unos serpenteantes caminos me llenaban de somnolencia estrambótica como en un laberinto de sombras.
Así es como recuerdo las calles de ese lugar, con personas que llevaban en sus cabezas los cabestros que no se los quitaban ni para dormir y que los sometían en lúgubres cuartos hacinados de memorias.
Dora apenas sabía leer y escribir, me recibía con su sonrisa desdentada y me invitaba a descansar en su banca hecha de bloques de cartón prensado. Una llama escasa en la esquina le servía para abrigarse de las madrugadas heladas que contrastaban con los abrasadores días de sol. Tenía unos cuarenta años, se había cosido con un pedazo de alambre un pequeño cartel en su falda que decía “No me toques”. Ella era la que más se acercaba a ese bosquejo de humanidad. Nunca antes la había visto, pero me parecía haberla conocido desde siempre aunque no lograba precisar de dónde y cuándo. Ella también salía por ahí con su cabestro a cuestas, pero extrañamente era la única que no vivía hacinada, tenía su propio techo construido de botellas de plástico y de escombros y parecía que el resto le tenía miedo o tal vez les era indiferente.
Unos gemidos a veces se fugaban lentos, leves, otras veces potentes con el dolor de aquella vorágine que apareció como la sorpresa de un juego de cualquier mediocre prestidigitador en una tarde precisa de siesta.
-La sorpresa es un arte de la impotencia- recordaba esta frase dicha por mi abuela materna, como tratando de justificar la ausencia de poderes para premeditar la acción. Yo prefería alojarme en sus recuerdos porque así me parecía que la certeza se hacía carne, lo que me permitía sentir lo vital en medio de la muerte.
Ya no quedaban rastros de vida animal, excepto por unos cuantos perros y gatos famélicos y unos ligeros brotes de dientes de león medio marchitos se resistían a morir bajo las piedras.
Una tarde me encontré con unos conocidos -digo esto porque nunca fueron mis amigos-, pero en atardeceres me los encontraba con frecuencia en cualquier calle de la ciudad. Bebían bajo la sombra de un frágil techo de plástico, me miraron sin decirme una palabra, pero me quedé parada frente a ellos reflejándome en sus rostros impávidos de ebriedad. Unas moscas zumbaban contrastando con el sonido de sus gargantas y el olor ya desvanecido de cadáveres. Ellos tampoco hablaban, silenciosamente se pasaban la botella uno a otro. No lo hacían porque los cabestros con sus cuerdas invisibles les atravesaba sus bocas, sino porque así lo habían decidido, para evitar el castigo.   Me di cuenta de que estaba haciendo el papel de espectadora y decidí continuar mi camino.
Yo también escarbaba entre residuos y escombros algo de comida y pedazos de memoria que pudieran darme una señal. Otras personas hacían lo mismo, incluso niños y niñas que habían transmutado en adultos con sonrisa de autómatas.
A pesar de la escasez nadie peleaba, tampoco hablaban mucho, tan sólo lo necesario para ahorrar la humedad en sus gargantas. Cuando alguien encontraba un pedazo de restos de comida, las otras personas respetaban el hallazgo y hasta parecía que aplaudían silenciosamente como que si eso hubiera sido un hallazgo propio, así como el espejo que nos autoriza a sonreír cuando nos reconocemos.
Ocho seres fantasmales vestidos con túnicas de colores brillantes me despertaron, rodeaban mi cuerpo que estaba en el piso de tierra, me asusté un poco y traté de buscar con la mirada a Dora, pero ella no estaba, tampoco me encontraba bajo su techo, el lugar parecía una cueva que se alumbraba escasamente con antorchas.  –¿Quiénes son ustedes?- les pregunté, más la única respuesta que recibí fue un fuerte olor a incienso que casi me asfixiaba. Sus rostros llevaban máscaras como aquellas de alguna fiesta tribal. Era imposible reconocer su identidad, no parecían ni hombres ni mujeres.  Pero empezaron a moverse a mi alrededor como en una especie de danza ritual. Decidí que lo mejor era estar quieta y esperar. Luego de unos pocos minutos, me levantaron, me quitaron la ropa y me sumergieron en una inmensa tina de barro llena de una deliciosa agua tibia, me sentía extrañamente bien. Ellos no dejaban de dar vueltas a mi alrededor, y poco a poco me fui relajando, con los ojos cerrados, pensaba que lo mejor era creer que estaba soñando.
Poco a poco el agua se fue enfriando y por la sensación de frío abrí los ojos, no había nadie, tampoco estaba en la cueva, sino en el cuarto de Dora, que me decía que ya era hora de despertar.
 -Tuve un sueño, fue tan real- le dije, pero ella no me hizo caso, se dio la vuelta y se volvió a coser el cartel en su falda como si fuera un acto necesario, al salir me dijo que debía acompañarla. Caminamos toda la mañana hasta alejarnos del lugar.
Una loma se abría densa de matorrales que estaban a punto de morir a causa de la sequía. Para colmo de males tampoco había llovido en seis meses. Cuando estuvimos en la cima divisamos los restos de poblado que se veía como un inmenso cementerio de algún holocausto. De su cintura sacó un pedazo de pan y me compartió. Comimos en ese ceremonial acto de la solidaridad, sin decir una palabra. Volvimos a caminar y de cuesta abajo para el otro lado divisamos la marca de lo que había sido un río, avanzamos mojándonos cada vez más con el impetuoso sudor que nos agobiaba.  Cuando llegamos al sitio donde hubo el río, Dora agarró una vara y empezó a escarbar. Millones de partículas de piedra pulverizada nos enceguecían y nos resecaban mucho más nuestra humanidad. Yo también agarré un palo con el que comencé a escarbar, pero no había rastros de vida. Sentía las ampollas en mis manos, pero eso no impedía que siguiera escarbando. Ya cansada, Dora me dijo que debíamos seguir. Nos encontró la noche y acampamos en la tierra seca, en un espacio duro y desértico hicimos un lecho. Había estrellas. Boca arriba miramos lo inconmensurable de la soledad humana que piadosa nos permitió escuchar los gemidos dolorosos de la noche y sus vientos fantasmales. Le pregunté porque seguía con el cabestro puesto en la cabeza –no hay preguntas válidas- me dijo, y se sumió en silencio para no despertar jamás.
En una ceremonia simple, coloqué su cuerpo en el río seco, con el letrero en su falda que decía “no me toques”.
Deambulé con la ofuscación que produce la pérdida de los lenguajes ancestrales. Como una señal, un ave volaba infinita dueña de todo el espacio. Así es como supe que ya no habría más sublimación.
Me arrojé a la tibia tierra que me acogió con su útero perfecto. Cuando desperté unas lanzas líquidas osadas y libres se arrojaron contra mí cuerpo. La tierra las acogió con placer e inmediatamente comenzó a humedecerse.