Carlos Luis Ortíz / ALMACÉN (LIBRO: “ALMACÉN”)



De lo que fue ayer,
queda un pedazo de sable que corta la memoria que decrece.
Asisto al lugar donde perduran los sombreros de paño,
a los cartones que simulaban moradas oscuras,
a la conversación con el frío de la tarde encerrada entre las cajas de clavos,
o envuelta en los sobres de anilina.
¿Quién usurpó mi espacio dentro de los escaparates?
¿Quién dejó que las cobijas se arruguen?
¿Que mi escondite debajo de las vitrinas
padezca la soledad de las franelas,
de los manteles, de los suéteres para los escolares?
Aprieto ahora madejas de cedilla,  tubos de hilo,
trago botones comprimidos para huir.
Para disfrazarme de seis años y temerle a la máscara de los hombres.
Podía imaginar en la hilera de telas inglesas, casimires, piel de ángel, terciopelo, lino,
la sucesión de edificios de colores en una ciudad de brea.
Podía prender y apagar las radios envueltas en su estuche de cuero,
y mover el pedal de la maquina Singer
subir la escalera de guayacán, alcanzar la cima y elegir la mochila
para el final del invierno,
para retornar al puerto,
del que solo podía salvarme la hoguera del río.
Ahora construyo castillos
imperfectos, desechables,
no como los que elevaba con  pasadores,
ni con  encajes ni randas,
esas, mis construcciones, eran saetas.
Los ejércitos encendían sus fusiles de plástico,
yo, en aguaceros sobrevolaba
mientras medían sus augurios junto al sonido de las puertas.
A la sombra de la abuela
levantaba gritos de guerra,
juegos de perpetuo silencio,
lánguido silencio;
Invadido por comparsas,
carnavales temerosos,
por el atavío,
por las cadenas y las pieles transgresoras.
Tiempo de la ausencia,
tiempo del tren
con sus hierros de blando pasado,
color de la ausencia
en naves de madera
hacia las cuevas imposibles.
La pirotecnia en los antebrazos de la madre,
el resplandor sobre la dermis del último flagelo.
Noches de piedra
de roca estridente.
Fosforescentes los habitantes del cielo,
los que se esparcían entre humos y explosiones.
Sólo la luz sobre las torres de la iglesia
sólo la luz sobre las flores aéreas del parque.
Triste el abuelo depositaba remordimientos en una urna sin albas.
afuera la fiesta…
El almacén perduraba en el cascabel triturado
en la alquimia del espejo,
en la imagen de una santa que escapaba a las bodegas para recuperar su cuerpo.
El pan de la tarde remojado en la cálida espesura de la leche en la trastienda
el papel de precios para calcinar el valor a las cosas
y una campana que entraba con la juventud de la noche encrespada a la montaña.
A la intemperie se elevaba el barrio
entre escondidas, florones, y trompos tallados de inocencia,
no había más astros que las canicas en su nido de tierra,
que los balones con un implante de bleris.

Relicario del yo envejecido
relicario del yo que enmudece.
El orbe en aquel lugar del yo infinito.
Donde convergían las habitaciones del sol,
las anemias del agua.
Almacén del verbo y del escape,
de madres que abrigaron candelabros,
almacén:
cuerpo de todo el espacio,
estibación del recuerdo
¿Quién enciende el televisor a estas horas?
¿Quién le da manivela a la radiola?
“La atmósfera se tuerce ahora que todos han partido. Rodrigo me contó entre las fauces de un sueño que camina después de muerto sobre las alfombras. Que captura los silbatos que Genaro fabricó en domingo de ramos. Que diseña submarinos con la urgencia del polvo”.
La sensibilidad en auge,
sensibilidad que nos fue diluyendo en mudez tan nuestra.
Aspaviento en el pecho ahora,
aspaviento en la baldosa verde ya cuarteada.