De lo que fue ayer,
queda un pedazo de
sable que corta la memoria que decrece.
Asisto al lugar
donde perduran los sombreros de paño,
a los cartones que
simulaban moradas oscuras,
a la conversación
con el frío de la tarde encerrada entre las cajas de clavos,
o envuelta en los
sobres de anilina.
¿Quién usurpó mi
espacio dentro de los escaparates?
¿Quién dejó que las
cobijas se arruguen?
¿Que mi escondite
debajo de las vitrinas
padezca la soledad
de las franelas,
de los manteles, de
los suéteres para los escolares?
Aprieto ahora
madejas de cedilla, tubos de hilo,
trago botones
comprimidos para huir.
Para disfrazarme de
seis años y temerle a la máscara de los hombres.
Podía imaginar en
la hilera de telas inglesas, casimires, piel de ángel, terciopelo, lino,
la sucesión de
edificios de colores en una ciudad de brea.
Podía prender y
apagar las radios envueltas en su estuche de cuero,
y mover el pedal de
la maquina Singer
subir la escalera
de guayacán, alcanzar la cima y elegir la mochila
para el final del
invierno,
para retornar al
puerto,
del que solo podía
salvarme la hoguera del río.
Ahora construyo
castillos
imperfectos,
desechables,
no como los que
elevaba con pasadores,
ni con encajes ni randas,
esas, mis
construcciones, eran saetas.
Los ejércitos
encendían sus fusiles de plástico,
yo, en aguaceros
sobrevolaba
mientras medían sus
augurios junto al sonido de las puertas.
A la sombra de la
abuela
levantaba gritos de
guerra,
juegos de perpetuo
silencio,
lánguido silencio;
Invadido por
comparsas,
carnavales
temerosos,
por el atavío,
por las cadenas y
las pieles transgresoras.
Tiempo de la
ausencia,
tiempo del tren
con sus hierros de
blando pasado,
color de la
ausencia
en naves de madera
hacia las cuevas
imposibles.
La pirotecnia en
los antebrazos de la madre,
el resplandor sobre
la dermis del último flagelo.
Noches de piedra
de roca estridente.
Fosforescentes los
habitantes del cielo,
los que se
esparcían entre humos y explosiones.
Sólo la luz sobre
las torres de la iglesia
sólo la luz sobre
las flores aéreas del parque.
Triste el abuelo
depositaba remordimientos en una urna sin albas.
afuera la fiesta…
El almacén
perduraba en el cascabel triturado
en la alquimia del
espejo,
en la imagen de una
santa que escapaba a las bodegas para recuperar su cuerpo.
El pan de la tarde
remojado en la cálida espesura de la leche en la trastienda
el papel de precios
para calcinar el valor a las cosas
y una campana que
entraba con la juventud de la noche encrespada a la montaña.
A la intemperie se
elevaba el barrio
entre escondidas,
florones, y trompos tallados de inocencia,
no había más astros
que las canicas en su nido de tierra,
que los balones con
un implante de bleris.
Relicario del yo
envejecido
relicario del yo
que enmudece.
El orbe en aquel
lugar del yo infinito.
Donde convergían
las habitaciones del sol,
las anemias del
agua.
Almacén del verbo y
del escape,
de madres que
abrigaron candelabros,
almacén:
cuerpo de todo el
espacio,
estibación del
recuerdo
¿Quién enciende el
televisor a estas horas?
¿Quién le da
manivela a la radiola?
“La atmósfera se
tuerce ahora que todos han partido. Rodrigo me contó entre las fauces de un
sueño que camina después de muerto sobre las alfombras. Que captura los
silbatos que Genaro fabricó en domingo de ramos. Que diseña submarinos con la
urgencia del polvo”.
La sensibilidad en
auge,
sensibilidad que
nos fue diluyendo en mudez tan nuestra.
Aspaviento en el
pecho ahora,
aspaviento en la
baldosa verde ya cuarteada.