E. Poblete / Romina

A Romina Barriga, artista


Las olas estallan lejos. La tablilla se atesta de signos. Para descifrar todo el muro hará falta un vidente, y tendremos que irlo a buscar al otro pueblo, aledaño o invisible, de donde se traía y alquilábamos fantasmas.
Si nació en el bochorno, hubiera irrumpido su grito en el centro de esa luz dormida y persistente. Para la tarde todo se habría puesto alborotado. El aire se puso extraño en el instante de su nacimiento: aroma y las tranquilas palpitaciones de una danza, leve. Si no, la he soñado oscurecida entre los mantos. Las cuencas profundas de sus ojos develaban el secreto que en el interior de nosotros cada noche se estremecía. Hasta que cesara el rumor de las estrellas, hasta que la aurora acallaba el vaticinio que invocaban nuestras alabanzas.
¡Tal como anunciara el sueño! Sin los rasgos de la Patria que su nombre les había llevado añorar. ¿Habita también ella las “Provincias del Alma”?
¡Lo ves! Si ya la veo atravesar la avenida del rey, abrazada de sus mismas sombras y de las flores que parecían coronarle, con brocado.
Le ofrecimos un sitio junto a la hoguera. Se dio cuenta de nuestra naturaleza hospitalaria.
Mientras el libro se escribe, los elementos se elevan en orden, imitando la disposición de los Venerados Templos, y la Ley del muro antiguo se distribuye, nuevamente y victoriosa, por esta Tierra. La piedra recorre como flotando desde el sonido incesante de las canteras, y nosotros hablamos durante días acá sobre la novedosa técnica tan limpia. Al otro lado, se desentierra gigantes caballos y toros y rostros de varón soñando durante siglos en el nicho de la arena, y aun nos percatamos que ahí habían vivido los ancestros de Nuestro Joven Rey. Nuestro Adorado Rey, involucrándose en los cálculos y recibiendo reclamos de sacerdotes, que le exigen que dejara de entregar Él ningún rol ni factura. Los soldados se reían a escondidas, desapercibidos detrás de los gritos.
Ella descifra el Secreto, y no descansa nunca enviando, hora a hora, tabla tras tabla... tablas tan sagradas que parecen volar solas bajo la tela oscura que las esconde para que no las enceguezca el sol y la mirada del dios no se aparte de ellas jamás, y que la sabiduría no flote hacia la nada.
Un día se traslada al Templo a medias erigido; la trasladan allá, junto al enorme e intacto Muro.
La vimos de nuevo como se mira a una nube. Andaba muy despacio y las telas flameaban a la manera de insectos que anuncian; el rey escuchaba con gesto muy serio lo que ella le iba contando, empapado de serenidad y de sabiduría, como al descender harmoniosas todas juntas las aves al mundo.
Taparon la bóveda un día, y la primera carga del grano llegó. La celebración continuaba y los bultos seguían llenando el depósito, con la continuidad y la forma con que los animales trazan hileras en el arado: bueyes y esclavos recios, sin emociones. Albañiles, ingenieros, talladores, el resto, eventualmente mirando, y nos miramos y observamos nuestras propias manos, como si eso nos ayudara a recuperar algo que entonces con facilidad quisiera olvidarse. Los sacerdotes recitando la Letanía en una lengua ni siquiera accesible. La felicidad está lejos aún; con ciegos esfuerzos algún día se logra. Los niños miraban de lejos, sobre los andamios. Detrás —¿cómo serán, a qué huelen ahora los lechos?—, nuestras mujeres nos esperaban desde la última vez. Más allá, perpetuamente, las olas revientan.
Después ya no supimos. Retomamos las cosechas, muy detrás de las canteras. Alegrías y promesas, canciones al amor en instrumentos de cuero o de cuerda.
Los niños jugaron hasta tarde, sorteando, en correteos, piras y víveres. Nosotros fuimos, cerca de ellos, a cumplir con los deberes que sus madres exigían. Ni tristes, ni tullidos, acudimos encantados. Pero a veces nos sorprendemos observando a lo lejos el Templo que con estas manos un día edificamos, del que hoy solamente se observa su cumbre: habitáculo del dios. Alabamos, pedimos; pero la mirada se cansa y extravía en el cielo estrellado, adonde Él también acude, protegiéndole generoso: en donde escuche, sueñe o reine... Así es que el alma reduce la intensidad de su clamor, se recorta; va desvaneciéndose, súbitamente, la plegaria. Y la mirada vuelve a la tierra.
¿Qué habrá sido de ella, y de la gasa que flameaba al intentar pronunciarse, en secreto y en su lengua, ese nombre que tenía?
¿Continuará aún, contra la lumbre, la Extranjera descifrando, laboriosa junto al Muro, las Venerables Tablillas que resguardan Nuestro Pasado
y Nuestro Destino?