Es el frío, ya
lo dije,
es la brisa,
sus almenas
invisibles,
sus batallas,
sus sombríos y
desdentados ángeles de niebla
que no dicen
nada.
Este poema es
un inmenso país de hielo
al cual vienen
a morir los pájaros
sin más religión
que el cielo invencible que abrazamos para no morir.
He visto
corazones del tamaño de un mamut,
basiliscos
admirables en la lengua de una mujer con furia consuetudinaria,
he visto la
rabia en el nombre de su sangre,
he visto el
fuego, su fuego,
que es una
montaña de su sangre
y un pétalo
de la nada
al mismo
tiempo.
II
Hemos
presenciado el silencio o la sal de la ignorancia.
Apenas caemos
y el aire se vuelve armadura.
(Este poema no
va de nada. Decía, y miento)
La inocencia
de todos los insectos y los pastos verdes.
La sutileza
del agua, o la severidad de nuestras religiones
mordiendo el
infierno que no es nuestro.
Los puentes
que han caído en la vigilia.
La cocina
incendiada antes del acto carnal.
He visto, debo
decirlo, el beso inconmensurable de una planta
creciendo ante
los ojos de su madre.
(Todos los
poemas mienten)
El hielo pasó
hace siglos,
Tú y yo
(cualquiera) seguimos nombrándolo,
como si apenas
inventáramos la guerra o la saliva que la nombra,
como si apenas
comenzáramos a tener figuras geométricas,
a las que
llamamos miedo por no llamarlo dios,
o amor,
o arena
caliente en tus senos,
en tus
infinitos senos
que han de
morir dentro del aire,
como mueren
los dioses,
como mueren, para
siempre,
las frutas.