Alexis Oviedo / Aonam


Nada se de mi pasado, poco de mi futuro. Dicen que mi gente, fue traída por el blanco desde algún lugar del poniente y por éste transplantada en las orillas de los mil ríos que circundan esta selva. Nada sabemos desde ese día, quizás nos dieron un brebaje para borrarlo todo, a excepción de la iniciación guerrera.

Dicen que nací en el camino, mientras los hombres cumplían el mandato de los blancos. Los he visto desde que tengo memoria, con sus largas barbas y su palidez de muerte, con su pecho y sus manos forrados en encajes y metal. Manos peludas que poseen las nuestras y proceden a cortar las cabezas.

Mi padre trayéndolas de los cabellos y éstas rodando junto al fogón, es la primera imagen que recuerdo. El quejido lastimero de las mujeres violadas y el suspiro débil de los ancianos pasados a cuchillo, mis primeros sonidos.

Antes de la pubertad, ya vigilaba a los heridos y cuidaba de los huérfanos más chicos, hasta que me convertí en uno de ellos. El día en que los guerreros trajeron a mi padre, con el rostro desfigurado y ensartado por flechas con yagé, cambió mi destino. Seis lunas duró el ayuno al pie de la cascada, hasta la llegada del pani. Cuatro, la fiebre ritual del sapo amarillo donde mi padre danzaba con su mandíbula desgarrada.

Cuando me repuse por completo de los efectos del anfibio veneno, comencé mi tarea. Me uní a los que separan las cabezas de sus cuerpos y a los que conducen en filas de dos a tribus enteras hasta el puerto de los blancos. Por cada nueva camada, una caja de armas. Luego, surcar otra vez el gran río en sus inmensas barcazas, en pos de nuevos pueblos, los que transformados por ellos en cosas serán comprados por otros blancos. 

Nada puedes hacer, me dijo la gran hormiga en una noche de ayahuasca. La profecía que el pani asignó a tu pueblo debe cumplirse: vivir sin pasado ni futuro, solo un presente de perro de guerra que corre sin parar por la selva.

Ahora que me han cosido la boca quizás me detenga.