Los truenos me
despiertan a la madrugada. Deben ser las 4 am, tal vez las 5. Me levanto y voy
al baño a orinar. Sobre el lavabo está la cabeza de Christina Rosenvinge. No me
sorprendo, pero decido que no es buena idea dejarla a la intemperie. La limpio,
la lavo y le acomodo un poco el peinado. Juego con sus bucles rubios y cierro
sus ojos con sus párpados de arena. Voy a la cocina a buscar una bolsa de
basura para ponerla ahí. En la cocina está mi madre con su delantal de flores y
alelíes. Desde su voz de río, me dice que me dé prisa porque el desayuno está
casi listo. Regreso al baño y la cabeza de Christina ya no está. La busco por toda
la casa y la encuentro, entera, con todo su cuerpo, jugando en el balcón con el
perro. El perro al verme se lanza furioso contra mí pero no puede morderme; no
le queda ningún diente en el hocico. Miro a Christina y ella me sonríe, con los
ojos cerrados, con los párpados brillantes; tiene los dientes del perro
colgados del cuello como un rosario. Me pregunto cómo fue que encontró el resto
de su cuerpo, y, sobre todo, desde cuándo hace que está viviendo en mi casa,
conmigo, con mi perro, con mi madre. Regreso a la cocina y mi madre lamenta que
todo el tocino y la fruta y el pan y los alelíes se comieron los fantasmas del
día, pero me entrega un vaso con agua. Le pregunto por qué el agua tiene ese
tono verde tan oscuro, y ella me responde:
—Hijo, ¿acaso ya no puedes
reconocer el color del agua?